28 de Agosto.

Agustín nace el 13 de noviembre del 354 en Tagaste, África. Es educado en la fe católica por su madre Mónica, pero no sigue su ejemplo. Adolescente vivaz, agudo y exuberante, acomete el estudio de la retórica y su rendimiento es excelente. Ama la vida y sus placeres, cultiva amistades, experimenta las pasiones amorosas, adora el teatro, busca diversiones y entretenimientos. En Cartago, donde sigue con sus estudios, se enamora de una joven; como es de rango inferior al suyo, puede convertirla sólo en su concubina. Fruto de esta relación nace Adeodato. Agustín, padre con tan sólo 19 años, es fiel a su mujer, y asume la responsabilidad de la familia. Pero la lectura del Hortensio de Cicerón, cambia su modo de ver las cosas. La felicidad, escribe el gran orador, consiste en los bienes que no terminan: la sabiduría, la verdad, la virtud. Agustín decide así tornar en su búsqueda.


La búsqueda de la Verdad

Comienza con la Biblia, pero, habituado como está, a textos altisonantes, la encuentra ramplona e ilógica. Se interesa entonces por el maniqueísmo. De vuelta a Tagaste abre una escuela de gramática y retórica con la ayuda de un benefactor, pero la vida que lleva no le satisface y vuelve a Cartago, anhelando un futuro mejor. Sin embargo sigue estando insatisfecho. Su sed de Verdad no se apaga con la doctrina maniquea. El joven y prometedor rector busca entonces nuevas lides, y en el 382 se muda a Roma con su compañera y su hijo, a escondidas de la madre, que en tanto, lo había ido a buscar a Cartago. En la capital, Agustín mantiene el contacto con los maniqueos, de los cuales recibe sustento y apoyo. Comprenderá después, que la Providencia actúa incluso en las decisiones equivocadas. Su carrera va a toda vela, en el 384 obtiene la cátedra de Retórica en Milán, pero a pesar de todo, la inquietud interior todavía lo atormenta.

La conversión: “Toma y lee”

La ambición se sacia, pero no el corazón. Para afinar su “ars oratoria” escucha los sermones del obispo Ambrosio. Quiere observar su capacidad dialéctica y sin embargo las palabras le tocan en lo más profundo. Mientras está en Milán, la madre Mónica permanece a su lado y en las oraciones. Acercándose cada vez más a la Iglesia católica, Agustín se define en este momento como catecúmeno: ahora le hace falta una esposa cristiana más que una concubina. La mujer que ha convivido con él durante años, vuelve a África. Todavía inquieto, Agustín devora textos de filosofía y se sumerge en la Sagrada Escritura. Es tentado por la experiencia de los pensadores griegos, atraído por el estilo de vida de los ascetas cristianos, pero no se decide. Un día de agosto del 386, desorientado y confuso, dejándose ir en un llanto roto y desesperado, siente una voz que dice: “¡Toma y lee!”. Lo considera una invitación a volverse hacia las Cartas de San Pablo, que reposan sobre una mesa y abrirlas. “Comportémonos honestamente, como a plena luz del día,: no como si estuviéramos en medio de orgías y borracheras, ni entre lujuria e impureza, ni tampoco en litigios y envidias. Revestíos del Señor Jesucristo y no os dejéis tomar por los deseos de la carne” (Rm 13, 13-14). Esta lectura lo fulgura. Decide cambiar de vida y dedicar todo su ser a Dios. Es bautizado por Ambrosio en la noche entre el 24 y el 25 de abril del 387 y ya deseando volver a África, parte de vuelta a Roma para embarcarse en Ostia. Aquí muere la madre Mónica.

La primera comunidad agustiniana y el ministerio episcopal

Es en Tagaste dónde Agustín funda su primera comunidad. Entre finales del 390 y el inicio del 391 se encuentra casualmente en Hipona, en la basílica dónde el obispo Valerio está hablando a sus fieles de la necesidad de un presbítero para su diócesis. Entre aclamaciones del pueblo, Agustín es presentado delante del prelado y ordenado sacerdote. Convencido de vivir entregado a Dios, estudiando y meditando las Escrituras, comprende que ha sido llamado para otra cosa. Es nombrado Obispo de Hipona, sucediendo a Valerio, y deja numerosos escritos en los que consigue conciliar fe y razón. Entre estos, El libre arbitrio, La Trinidad, La ciudad de Dios. Mención especial merecen Las confesiones, en las que Agustín se cuenta a sí mismo, dejando emerger de forma magistral su interioridad, la historia de su corazón.