01 de Octubre.

Salvar las almas

Thérèse Françoise Marie Martin nació en Alençon el 2 de enero de 1873, hija de una pareja de comerciantes especializados en orfebrería, muy creyentes, “más dignos del cielo que de la tierra”, como los definía Teresita. Fue la última de ocho hijos, tres de los cuales murieron cuando eran niños. Huérfana de madre a la edad de cuatro años, vuelve a vivir el drama del abandono con el ingreso de sus cuatro hermanas en la orden del Carmelo, recibiendo en cambio el afecto especial del padre, que la llama “pequeña Reina de Francia y de Navarra” y también “la huerfanita de la  Beresina”.

A los 15 años, también ella entra en el Carmelo di Lisieux, gracias a un permiso especial del Papa León XIII: Teresa fue a Roma para suplicarle la autorización, y el Papa le respondió: “Si Dios quiere, entrarás”.

Toma los votos con el nombre de Sor Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz. Su deseo es “salvar las almas” y sobre todo “orar por los sacerdotes”. La Superiora le aconseja que escriba en un diario las etapas de su vida interior. En 1895 anota: “El 9 de junio, fiesta de a Santísima Trinidad, recibí la gracia de entender más que nunca cuánto Jesús desea ser amado”.

El pequeño camino

Mientras, en la Francia de finales del siglo XIX se difundía el pensamiento positivista, impulsado por los grandes inventos de la época y apoyado por corrientes anticlericales y ateas.

En este contexto, la espiritualidad elaborada por Teresa asume una importancia especial. Se trata de una espiritualidad original llamada también “teología del pequeño camino” o de la infancia espiritual, que funda la práctica del amor a Dios no en las grandes acciones, sino más bien en los pequeños gestos cotidianos, incluidos los que parecen insignificantes.

En su autobiografía escribe: “Solo hay una cosa que hacer aquí en la tierra: lanzar a Jesús las flores de los pequeños sacrificios”. Y agrega: “Quiero enseñar los pequeños sacrificios que he logrado para Él”. El subtítulo original del diario es: “Historia primaveral de una florecita blanca”.  Pero bajo este aparente romanticismo se esconde en realidad un camino duro hacia la santidad, marcado por una respuesta fuerte al amor de Dios por el hombre.

Al no ser comprendida por las hermanas del Carmelo, Teresa declara que ha recibido “más espinas que rosas”; pero acepta con paciencia las injusticias y persecuciones que sufre, así como el dolor y las fatigas que derivan de su enfermedad, ofreciendo todo “por las necesidades de la Iglesia”, y “para lanzar rosas sobre todos, justos y pecadores”.

Según San Juan Pablo II y Benedicto XVI, lo específico de su espiritualidad es la total apertura al amor de Dios, la capacidad de responder a este amor incluso en la “noche” del espíritu. Por ello es hermana de los pecadores, de quienes se han alejado, de los ateos, los desesperados… Y por ellos se le declara patrona de los misioneros.

Muerte y narraciones de la “Historia de un alma”

Después de nueve años de vida religiosa, Teresa muere a los 24 años, el 30 de septiembre de 1897, a causa de la tuberculosis. Fue beatificada en 1923 y canonizada dos años más tarde por el Papa Pío XI, que la consideraba “la estrella de su pontificado”.

En los años 50 del siglo pasado, el Abad André Combes -teólogo del Instituto Católico, de la Sorbona de París y de la Lateranense- descubrió las manipulaciones

realizadas en buena fe en el diario de Teresa por las hermanas de su comunidad, que la consideraban la pequeña de la casa.

Sin embargo, la doctrina de la ”infancia espiritual” no se limita a una base psicológica y sentimental hecha sólo de atención a las cosas pequeñas. El centro de esta espiritualidad reside más bien en el saber que el hombre, aún en su pequeñez, termina divinizado por la Gracia.

Con esto Teresa responde a los  “maestros de la sospecha” como Feuerbach, Marx, Freud y Nietzsche. El hombre-criatura que se deja divinizar por la invasión del amor de Dios no está en absoluto “alienado”. Cristología y antropología quedan así unidas: Teresa anticipa casi un siglo algunos textos del Vaticano II, de Pablo VI y, en particular, algunos pasajes de la  Caritas in Veritate de Benedicto XXVI.